martes, 10 de noviembre de 2015

Mas allá no hay monstruos


Mas allá no hay monstruos 

Algo que yo no puedo hacer es darte todo el pan que puedas tocar y ver. Pero tu parte es esta palabra. Te doy el alimento del que yo mismo vivo.
San Agustín

Hace muchos, muchos años, darle un nombre a un bebé era un acto muy solemne. Se consultaban los horóscopos y se pedía consejo a los ancianos. Cada nombre sugerido se inscribía en una lista y se buscaba su significado en los diccionarios etimológicos. Los diccionarios etimológicos son como exploradores que rastrean las palabras hasta dar con sus orígenes. Se consideraba necesario saber, cuando se llama a alguien, qué se le estaba llamando exactamente.

Cuando nació la princesa de esta historia y fueron a inscribirla en el registro real, la reina sorprendió a todo el palacio diciendo que quería llamarla con un nombre que, en su idioma, significa Poema.

—¿Qué nombre, Majestad? —dijo el escribano respetuosamente, pues le parecía no haber oído bien.

—Poema —repitió la reina.

—¿Estás segura? —quiso cerciorarse el rey, que, después de largas horas con sus ministros, le había asignado un nombre bien diferente.

—Sí —aseguró la reina—. Un poema transforma la manera de ver el mundo. A partir del nacimiento de esta niña todos los momentos de mi vida estarán señalados por la felicidad o por la preocupación a causa de sus alegrías y sus problemas, y nada volverá a ser igual pues me he convertido en su madre.

En eso la reina llevaba razón y todos los que tenían hijos así lo comprendieron y desde entonces la princesa se llamó Poema.

La princesa Poema era una niña tremendamente alegre. Siempre estaba inventándose juegos. Sus juguetes favoritos eran las palabras; con ellas no se aburría jamás. Les probaba olores, sabores, colores como si fuesen vestidos, tratando de averiguar cuáles les favorecían.
Se pasaba las horas muertas preguntándose: ¿a qué huele «mariposa»?, ¿y «púrpura»?, ¿y «estrella»?; ¿a qué huele «nube»?, ¿a qué huele «tristeza»?, ¿qué color tiene «ayer» o «dulzura» o «mamá»?

También se empeñó en jugar a los desafíos. Enfrentaba nombres con adjetivos a ver qué pasaba. Lo más normal era que los participantes estuviesen tan igualados que la prueba terminaba en empate; bueno, peor que empate; es decir que entre « rosa» y «blanca», por ejemplo, el que resultase «blanca-rosa», o «rosa-blanca», daba lo mismo. Llegó incluso a sospechar que entre la mayoría de los nombres y adjetivos hay una especie de pacto según el cual se adelantaban el uno al otro por turno y así ninguno se enfadaba. Eso era como tener la partida amañada de antemano, lo que, además de tramposo no es nada emocionante.

«Quizás este juego no ha sido buena idea», pensaba la princesa Poema, decepcionada sobre todo porque no siempre el reto se producía. A veces, porque eran entre ellos tan incompatibles que ni siquiera merecía la pena intentarlo. ¿Qué objeto tenía que «madera» compitiese con «cristalina» o «agua» con «escarpada»?. Otras veces era porque, ante la superioridad de ciertos nombres, ciertos adjetivos estaban de más.

—¿Con qué se puede calificar «cielo»? —preguntaba la princesa Poema.

—Con «azul» —le respondían invariablemente.

—No, no vale —se impacientaba ella—: Si dices «ojos del color del cielo», todo el mundo sabe que son azules. ¿Y «miel»?, ¿con qué compararíamos a «miel»? —continuaba indagando.

—Con «dulce » —le decían.

—Tampoco sirve. Dentro de «miel» ya está «dulce». «Miel» puede prescindir de «dulce» y, sin embargo, seguir significando «dulce». Pero «dulce», si no fuera acompañada de «miel», no tendría por qué referirse a «miel».

—¡Qué lío! —Se desconcertaba la gente—, ¿pero para qué te mareas la cabeza con esas bobadas?

—¿Y «escarcha»? —seguía preguntando Poema.

—Con «fría».

—No, no —se decepcionaba la princesa—. Llamar fría a la escarcha no es calificarla, es no tener imaginación.

—¡Y a ti qué más te da! —se extrañaba la gente.

Pero a la princesa Poema eso le hacía cavilar mucho y esforzarse por juntar montones y montones de palabras para examinar las correspondencias que había entre ellas. Observó entonces que del orden de las palabras dependía que su corazón se tambalease de entusiasmo o de desasosiego. Y es que en las palabras, como en el billar, las carambolas son posibles según la colocación.

Por eso se aficionó a agrupar palabras y se maravillaba al comprobar que si las disponía de una manera sonaban distinto a si las disponía de otra, como si fuesen palabras diferentes. A veces encajaban todas muy bien y, al pronunciarlas, parecía que se moviesen como si estuvieran bailando. Sin embargo, había algunas quizás bonitas en sí mismas que, las pusiese donde las pusiese, le desbarataban todo el efecto. No entendía el porqué, verdaderamente era algo muy misterioso, pero se acostumbró a apreciar por igual tanto la palabra que se sacrificaba como la que permanecía: hay palabras que deben silenciarse para que resalten las otras. No, no era cuestión de ganar o perder, esa había sido su equivocación: buscar el triunfo de una sola palabra en vez de conseguir la armonía entre varias.

La princesa Poema regalaba sus juegos de palabras a los demás. Del que más orgullosa estuvo durante mucho tiempo fue de esta retahíla: Rata-Reta-Rita-Rota-Ruta, porque es muy difícil encontrar cinco palabras con una sola letra distinta y que tengan significado las cinco; cualquiera puede comprobarlo. Mata-Meta-Mita-Mota-Muta podría servir, lo que pasa es que «mita» es una palabra quechua y eso no lo sabe todo el mundo, y la princesa Poema ni siquiera sospechaba que existiese un imperio muy lejano que se llamaría Perú.

Los mapas de entonces terminaban al norte en un lugar llamado Finisterre, que quiere decir Fin de la Tierra y al sur con las columnas de Hércules con esta advertencia: «No más allá». «Más allá hay monstruos», era la pavorosa inscripción que bordeaba cada frontera. Se desconfiaba de todo lo que se desconocía. Había vigías permanentes en las costas para controlar las intenciones de los barcos que se acercaban y los puentes estaban custodiados. Hasta las ciudades se cerraban con llave.

Pero volviendo a la princesa Poema y a sus juegos y a sus regalos tan raros: ella era más bien una niña solitaria pues, aunque siempre estaba dispuesta a compartir sus inventos y a que los demás le ayudaran a descubrir nuevas posibilidades, no todo el mundo encontraba divertidas sus propuestas.

Convencida de que entre las palabras no funcionaban competiciones ni torneos, se aplicó a sus sorprendentes e imprevisibles combinaciones. Por ejemplo, entre la palabra «verde» y la palabra «luna»; si «luna» precedía a «verde», o sea: «luna-verde», sonaba a disparate, pero si se adelantaba: «verde», lo de «verde-luna» parecía auténtico y verdadero, como si siempre hubiera sido así y fuera impensable que pudiera ser de otra manera.

Este nuevo juego le encantaba.

—¿A que no sabes una cosa? —Decía de repente a alguien—: no es igual «plata-rápida» que «rápida-plata».

—No sé... a mí me da lo mismo.

—No, no da lo mismo. «Plata-rápida» suena a «plata fácil de conseguir», y plata no deja de significar plata. O dinero, como mucho. En cualquier caso, es plata que viene. Pero «rápida-plata» es plata que huye y plata puede ser torrente o mercurio o pez o guadaña o espuela... incluso rayo. ¿No te gusta más «rápida-plata»?

—Yo prefiero la plata, sea o no en moneda, en mano que cien estrellas volando.

—¡Es verdad! ¡ «Rápida-plata» puede ser también un cometa! Gracias por la sugerencia —decía la princesa, contentísima—. ¿Quieres que te regale un acertijo a cambio?

—Bueno.

Esa era, más o menos, la respuesta común pero lo que significaba podía expresarse literalmente así: «¡Cómo se nota que no tienes más preocupación que la de emplear vanamente tu ociosidad!».

—¿Mejor un trabalenguas? —insistía la princesa, deseosa de ofrecer algo que despertase más entusiasmo.

—Lo que sea estará bien.

—¿Y un retruécano? —añadía la princesa cortésmente.

La gente aceptaba esos obsequios espontáneos sin tomarlos muy en serio. Nadie toma en serio lo que no le supone un provecho inmediato, pues enseguida piensa que no le sirve para nada, y lo que no sirve, no tiene valor alguno. Sin embargo, casi sin darse cuenta, mucha gente empezó a preguntarse cosas como: ¿a qué sabe «espada»?, ¿a qué huele «amigo»?, ¿de qué color es el trino del jilguero?, ¿por qué no es lo mismo «hombre menudo» que «menudo hombre», ni «cierta noticia» que «noticia cierta»? Desde luego, la reina había acertado en una cosa: la presencia de Poema todo lo cambiaba y todo lo invadía.

Sucedió que la princesa se puso muy enferma. Poco a poco se fue volviendo blanca, casi translúcida. Parecía que la sangre se le había escapado del cuerpo. Hasta las palabras la habían abandonado.

Sus padres, muy afligidos, buscaban el remedio hasta debajo de las piedras. Publicaron bandos ofreciendo recompensas enormes a cambio de un poco de esperanza. Cada día acudían a palacio físicos con fórmulas, charlatanes con ensalmos, pillos con triquiñuelas, curanderas con ungüentos, hechiceras con sortilegios y personas misericordiosas con plegarias. A todos se les atendía por igual, pero la princesa Poema se iba debilitando cada día: parecía una flor de cera.

Unos le recomendaban baños fríos, otros paños calientes; este le prescribía alimentos para fortalecerla; aquella, ayuno para purgarla. Alguien decía que sol, otro que la oscuridad; una que la inmovilidad, otro que el ejercicio. Algunos aseguraban que, de tanto pensar, se le había derretido el cerebro y le recetaban toda clase de sesos comestibles, desde los de cordero hasta los de las nueces. Otros decían que la había poseído el demonio y recurrían incluso a los medios más violentos para arrancárselo, para obligar al cuerpo de la princesa a expulsarlo de sí. Muchos sostenían que el Ángel de la Muerte la reclamaba para su imperio subterráneo y procuraban, mediante sacrificios, ruegos y promesas, conseguir ahuyentarlo o sobornarlo o engañarlo o conmoverlo.

—Quemad constantemente alrededor del lecho de la princesa Poema hojas del árbol de la Vida —aconsejaba el sabio mayor— ; el humo será como un muro poderoso que la protegerá del Ángel de la Muerte.

—Prometedle al Ángel de la Muerte que, de ahora en adelante, la princesa se consagrará a su servicio —recomendaba el ministro plenipotenciario.

—Que los orfebres fundan en oro y piedras preciosas una imagen perfecta de la princesa, vestidla con sus más ricas galas y rogadle al Ángel de Muerte que se la quede a cambio —sugería el tesorero real.

—Cortadle los cabellos de raíz, pero volved luego a colocarlos en su sitio; así, cuando venga a arrebatarla el Ángel de la Muerte, únicamente se llevará sus trenzas —discurría la gran sacerdotisa.

La princesa Poema se sometía a toda clase de pruebas y de desvaríos sin ningún interés en curarse y sin voluntad para resistirse. Lo cierto es que entre todos la estaban torturando sin procurarle alivio alguno.

—¿Cómo puede ser —se angustiaba la reina viéndola consumirse día a día— que mi Poema, que ha tomado forma en mis entrañas, que pertenece a lo más profundo de mi corazón, se me escape así de las manos?

—Solamente nos queda intentar una cosa —dijo por fin el rey—. Sabes que solamente nos queda una cosa.

—Sí, por favor —suplicó la reina—. No tenemos ya nada que perder, pero eso no significa que lo demos todo por perdido.

—Entonces, sea —decidió el rey.

Y desde aquel momento todo se dispuso para que la princesa Poema partiera a tierras enemigas, pues no es imposible ningún milagro ni ningún precio demasiado costoso ni ningún peligro demasiado temible ni ninguna empresa lo suficientemente arriesgada para los soñadores o los desesperados. Y desde luego, las emociones no saben calcular.

A la mañana siguiente, al par que el sol, salió del palacio la princesa Poema en una carroza blindada y escoltada por un destacamento de soldados. A duras penas la comitiva consiguió abrirse paso hasta las murallas de la ciudadela e incluso, en más de una ocasión, la carroza estuvo a punto de volcar, pues todo el mundo quería despedirse de la princesa.

Por fin la carroza se detuvo frente a las puertas que eran enormes por altas, por largas y por anchas. Entonces, el rey y la reina se acercaron al capitán de la expedición para hacerle las últimas recomendaciones y cerciorarse de que no olvidaría ningún encargo.

A pesar de la muchedumbre congregada, reinaba un silencio tan absoluto que podían sentirse las lagrimas deslizándose por cada par de mejillas. Hasta las palomas mensajeras dejaron de arrullar dentro de la jaula que las transportaba.

—Te confiamos lo más querido que tenemos —dijeron el rey y la reina—. Protégela. Complácela y haz lo que ella te pida, es lo que más firmemente te ordenamos.

En realidad hubieran querido decir: «Por encima de todo, tráenosla pronto sana y salva», pero el rey y la reina conocían los límites de su poder. Luego se dirigieron a la carroza para bendecir a la princesa y darle muchos besos y susurrarle palabras de cariño y de ánimo. El aparentar serenidad les suponía un gran esfuerzo, pues no sabían cuánto tiempo pasaría hasta que la volvieran a ver –si es que volvían a verla alguna vez– y estaban desconsolados.

—Escríbenos —pidieron el rey y la reina a la princesa—. Mándanos de cuando en cuando una paloma. No nos dejes demasiado tiempo sin tus noticias.

En esa súplica había mucho dolor, pues ni el rey ni la reina podían prometerle a la princesa correspondencia alguna por su parte, puesto que las palomas mensajeras son incapaces de ir a donde nunca han ido: solamente saben volver a casa.

Fueron unos minutos densos como siglos pero veloces como un relámpago. Era difícil la separación pero era preciso ponerse en marcha enseguida. El rey dio la orden y los cerrojos se descorrieron chirriando, se desatrancaron las puertas y se abrieron pesadamente, girando sobre sus goznes. El paisaje de abril relumbró sobre el camino empedrado y el cortejo, solemnemente, se adentró en él.

Las puertas de la ciudadela volvieron a cerrarse con un siniestro estruendo y la muchedumbre subió a las almenas de las murallas para ver cómo los soldados, cercando estrechamente la carroza, se alejaban y se empequeñecían hasta que los engullía el horizonte. Nadie se movió hasta que desapareció la última nube de polvo tras el último caballo, y entonces todos los corazones se sintieron atenazados por los garfios del pánico y algunos cayeron desfallecidos. La leyenda de los mapas se dibujaba con nitidez en la imaginación de la gente: «Más allá hay monstruos». Por eso sabían que detrás de la línea del horizonte acechaban terrores inauditos: feroces bestias, gigantescas plantas carnívoras, criaturas informes, hombres perversos y mujeres maléficas, entregados a toda clase de vicios y de crímenes. Eso era lo que siempre se les había dicho. Pero también se decía que en lo más recóndito de esas tierras salvajes había un manantial prodigioso. Ojalá fuera cierto. Ojalá la princesa Poema, defendida por sus fieles guerreros, pudiera adentrarse en el espanto y llegar hasta sus aguas milagrosas. Y curarse. Y regresar.

El cortejo, mientras tanto, avanzaba a buen paso por la campiña que, como aún estaba mojada de rocío, parecía envuelta en un papel de celofán transparente.

—Princesa —dijo uno de los soldados—, ¿no ves cómo sobresalen los lirios silvestres entre la hierba?

—Son morados y brillan como amatistas —añadió su compañero, apartándose para no estorbarle a la Princesa la visión.

—Están rayado de amarillo —intervino un tercero—, como por vetas de azufre.

—Parecen lanzas —reflexionó el capitán.

—Tienen bucles como cuchillas de alabardas —porfió el alférez.

—Están curvados como medias lunas— puntualizó el tambor mayor.

—Sin embargo, son suaves como lenguas de fuego, como llamas azules de gas —dijo el portaestandarte.

—¡Como la barba de los gallos! —concluyó el cochero deteniendo el carruaje.

Pero la princesa no mostró interés alguno. Ni siquiera cuando, por orden del capitán, se destacaron dos soldados en avanzadilla para cortar una brazada de lirios y adornar con ellas la carroza.

Eran muy hermosos los lirios que le trajeron. La princesa Poema tomó uno de ellos, frío aún por el amanecer, y lo contempló largamente. Pero las palabras «amatista», «azufre», «alabarda», «luna», «lengua», «llama», «barba de gallo»… rebotaban contra la flor sin adherírsele, sin representarse, sin reflejar el temblor de las joyas, las venas de la tierra, las picas, las hoces de la luna, las llamas –rojas o azules– caracoleando, el chillido del gallo rasgando la sombras... Ninguna palabra convertía al lirio en significado o en emblema. Como si el lirio estuviese mudo y vacío. Como si no fuese un lirio siquiera.

Al terminar el día, el capitán le tendió pluma y papel a la princesa, pero ella no acertó a escribir nada. Ni su nombre.

—Pon al menos la fecha —la animó el capitán, por si acaso la ayudaba a arrancarse.
Pero qué va.

—¿No sabes qué día es? ¿Quieres que escriba yo? A ver, dime —siguió insistiendo.

Y nada. Entonces el capitán no tuvo más remedio que hacerse cargo y puso en el papel: «Sin novedad». Ese fue el mensaje que enrolló en la pata derecha de la paloma. Y la soltó. Al menos consiguió que, antes de echarla a volar, la princesa le diera un beso en cada ala.

Hasta tres palomas regresaron al palacio en los días siguientes llevando la misma noticia: «Sin novedad». Pero el cuarto día fue un día distinto. El campo estaba igual de verde, los lirios aparecían en igual proporción, continuaba el río abriéndose paso entre las piedras para seguir paralelamente el sendero y los árboles superponiendo sus sombras, pero, bajo la maraña de la hierba, de un lirio a otro, entre una onda y otra del río, justo en el punto donde la rama de un castaño se entrelazaba con la rama de otro castaño, serpenteaba el trazo invisible de la línea de demarcación. Las mariposas, las libélulas, los mosquitos, las nubes, la brisa, el olor húmedo del polen, el croar de las ranas, también cruzaron con ellos la frontera. Seguían siendo los mismos a un lado y a otro de la frontera. Sin embargo, había algo diferente; era solamente una cosa pero que le daba un vuelco a todo para que, aunque todo pareciese igual, dejara de corresponderse con lo de siempre: al traspasar la frontera, automáticamente, ellos se transformaron en intrusos, en enemigos, en extraños. Estaban en los márgenes de lo decretado, en la perturbación de la norma, en el escándalo de las rutinas, en el blanco de los disparos, en la captura de los guardianes. Ellos ya no eran ni ciudadanos ni dueños; eran los monstruos que venían del otro lado, de las tierras temibles, impías y bárbaras. Ellos ahora eran el peligro desconocido.

El alegre trote de los caballos y el despreocupado rodar del carruaje aminoraron la marcha, cesaron las conversaciones, las melodías silbadas, las bromas y las voces de mando. El esplendor del cortejo se replegó bajo un caparazón de cautela. Los escudos se apretaron unos contra otros formando una compacta fortaleza erizada de picas, una piña impenetrable que avanzaba bajo el amable sol de abril. De un momento a otro podrían ser divisados por cualquier vigía, apresados por alguna patrulla, sorprendidos por cualquier ataque. Todos sus sentidos estaban alerta y sus músculos en tensión. Una máscara de gravedad cayó sobre cada rostro, se afilaron las miradas y se agudizaron los oídos. De pronto, el entrechocar de los escudos, las bisagras de las armaduras y los cascos de la caballería produjeron un estrépito insoportable y el carruaje se paró bruscamente. La princesa Poema, pese a su apatía, a su entendimiento dormido y a sus sentimientos acorazados, percibió esa conmoción.

Estaban a la vista de la ciudadela que siempre había sido su enemiga, a un tiro de flecha de la muralla. Entonces la princesa Poema, incorporándose sobre sus mullidos almohadones, ordenó:

—¡Rendid armas!

—¡Princesa! —exclamó el capitán, pero como había prometido obedecerla no le quedó otro remedio.

Desde las atalayas, los guardianes de la ciudadela observaron cómo un escuadrón de soldados enemigos se detenía respetuoso e inclinaban sus lanzas en homenaje. Atónitos, bajaron los arcos, pero no devolvieron las flechas al carcaj porque desconfiaban.

La princesa pidió que plegaran la capota del carruaje, y alzándose majestuosamente, se dirigió de nuevo al capitán:

—Ordena a tus hombres que se despojen de sus armas y armaduras y las dejen aquí.

—¡Princesa! —volvió a exclamar el capitán, escandalizado.

Desarmarse es como darse por vencido y otorgarle toda la potestad al contrario; por lo visto eso resulta muy humillante, pero más humillante, más cobarde, le resultaba a la princesa Poema no poder adentrarse, deslumbrarse, absorberse de lo desconocido, a causa de tantas precauciones. No quería armas que la defendieran, pues estaba dispuesta a conocer; tampoco necesitaba arrebatar armas, pues no tenía miedo a pedir.

Una vez amontonadas las armas como una hoguera restallante, prosiguió la princesa Poema:
—Ordena que toquen a retirada.

—¡Princesa! —exclamó el capitán, desesperado.

El capitán sabía, y así se lo expuso humildemente a la princesa, que si la expedición la abandonaba no podía presentarse impunemente ante los reyes. Ni él, personalmente, podría encontrar reposo en ningún sitio si faltaba a su deber de custodiarla.

—Tu principal deber es el de obedecerme —le recordó la princesa Poema—: lo juraste.

—¡Princesa...! —exclamó una vez más el capitán, pero como si dijera «¡vaya encerrona!», pues se sintió atrapado en un dilema atroz.

La princesa Poema se mantuvo firme y los soldados retornaron silenciosos a sus caballos, aguantándose las ganas de llorar. No sabían si era más noble quedarse y desobedecerla o acceder a sus deseos y entregarla indefensa a los peligros, y no soportaban ser desleales ni a lo que les dictaban sus corazones ni a lo que habían prometido sus palabras. La princesa Poema comprendió el conflicto en que se hallaban los soldados y entonces escogió una paloma, la más veloz, para que los precediera y los exculpara.

«A los reyes. Padre y madre míos: certifico que el capitán, a cuya custodia me encomendasteis, no conoce otra voluntad que la del deber ni más sentimiento que el de la lealtad. Con su ejemplo, ha adiestrado a sus hombres en la obediencia a ciegas y en la única decisión de cumplir órdenes sin vacilaciones ni dudas. Por tanto, fiel a su juramento de complacerme en todo, vuelve con la escolta según mis deseos, para que lo recompenséis por lo heroicamente que ha cumplido su cometido más allá de los consejos de su generoso corazón...»

La princesa Poema, antes de atar el mensaje a la pata coral de la paloma, lo leyó en voz alta para tranquilizarlos. Sin embargo, no era el miedo a las posibles represalias lo que aguijoneaba a los guerreros impidiéndoles marcharse en paz; era que, por primera vez en sus vidas, estaban buscando razones para convencerse de que se sentían seguros por no tener que elegir. «El que obedece no se equivoca», les habían enseñado. «¿El que obedece no se equivoca?», se repetía ahora en un lugar desconocido hasta ahora de sus mentes. «¿Y qué es la obediencia y qué es la equivocación?»

Al final, la disciplina se impuso y la escolta saludó a la princesa, giró media vuelta y avanzó hacia la frontera con las manos bien firmes en las bridas. Los soldados iban cantando himnos para no distraerse con vanos y descorazonadores interrogantes. Solo el cochero, que al no tener montura iba rezagado, se detuvo un instante y volvió atrás la cabeza: la carroza era como un cesto de lirios silvestres y, erguida sobre ellos, con el vestido ondeando como la blanca melena de un caballo al galope, la princesa Poema esperaba. Y esta fue la última imagen de la princesa Poema tal como el cochero se la describió a los reyes, para que la depositaran cuidadosamente entre los pliegues de su desconsuelo.

Y siguieron sucediéndose los días con sus zozobras y esperanzas tanto si se fiaban de los presentimientos como si desconfiaban de ellos. Y siguieron sucediéndose las noches en vela, pendientes de encontrar en los pronósticos imparciales de los astros motivos ya fueran de ánimo o de congoja. Ni a la calma ni a la resignación les estaba permitido obtener ningún momento para posarse.

Día y noche se turnaban los vigías atisbando en la línea del horizonte, en el vuelo de las palomas o en el retumbar de la tierra, el anuncio de alguna embajada. En los confines de reino aguardaba incesante una escolta de honor cuyo capitán detenía a aquellos que cruzaban la frontera. A quienes venían se les sometía a un exhaustivo interrogatorio en busca de noticias y a quienes se marchaban se les importunaba con ruegos y mensajes.

Así transcurrió lo que quedaba la primavera, Y el verano. Y el otoño. Y el invierno. Así empezó otro año su declive.

En el reino, sin la princesa Poema faltaba esa sorpresa que atrae la atención hacia la magia de lo cotidiano, esos juegos instantáneos como chisporroteos de bengalas que, aunque no son aún poesía, ayudan a intuir el secreto de las cosas. Y el reino fue sumiéndose en algo más terrible que la supresión de las palabras, pues no era el silencio lo que se había instalado en ellos, sino la imposibilidad de representar lo que no puede expresarse.

Y llegó nuevamente abril y el año estaba por cumplirse. Poco a poco la luz del día iba intensificándose, avivando la incertidumbre. El corazón de rey y la reina estaban tan alborotados por la desesperación que, cuando todo el reino se sacudió por el galope que se aproximaba, no lo oyeron. O mejor, no lo identificaron. Pensaban que era el insoportable golpeteo de la angustia, pero el galope era de alegría.

Los vigías distinguieron enseguida al jinete que se acercaba a tanta velocidad: ¡Era la princesa Poema! Rápidamente se abrieron las puertas de la ciudadela, se izaron las banderas en la torre del homenaje y se avisó a los reyes.

La princesa entró en la ciudadela entre vítores, redobles de tambores y cabriolas de niños y niñas cubiertos de cascabeles. De cada balcón colgaban guirnaldas de bienvenida y se lanzaron cohetes aunque, como ya era de día, no lucieron nada, pero todos estaban muy contentos.

El rey y la reina se precipitaron escaleras abajo y, sin cuidarse en absoluto del protocolo, apenas dejaron que descabalgase la princesa: la tomaron en volandas y la abrazaron los dos a la vez.

—¿Cómo es que vienes sola? —indagó el rey cuando se recuperó de la emoción.

—Había una guardia de honor esperándote —añadió la reina.

—Para volver a casa no hay caballo más rápido que el deseo de regresar —respondió la princesa Poema.

Al día siguiente sometieron a la princesa Poema a un riguroso examen médico. Estaba rebosante de salud, había recuperado las palabras antiguas, había aprendido otras muchas y los doctores, aunque reticentes en admitir prodigios, firmaron el alta por unanimidad.

—¡Qué bien! ¡Ya podemos volver a jugar!—dijo su dama de honor al saber la noticia.

—Tienes que enseñarnos otra vez —le pidieron, ilusionadas, sus camareras—: hemos perdido práctica.

Pero para la princesa Poema el lenguaje ya no era un simple pasatiempo con el que entretener el tiempo vacío, ni un cautivarse con la elegancia de su melodía hasta flotar en el aire, ni un ensayar con la belleza de sus palabras efectos asombrosos: era penetrar en la conciencia de sus signos, pero no sabía cómo hacerlo. Aun cuando sus experiencias le habían proporcionado herramientas valiosas, desconocía las instrucciones de uso. Ni siquiera con las palabras de su idioma familiar encontraba la ruta correcta. Cruzaba palabras con los demás pero no lograba alcanzar un acuerdo.

—Princesa, ¿es cierto que esos monstruos salvajes roban a los niños y se los comen crudos?
—Eso mismo se dice de nosotros entre ellos.

—¡Qué ignorantes! ¿Y tú qué les contestabas...?

—Pues que eso mismo se decía de ellos entre nosotros. Entonces ellos me respondían qué cómo podíamos saberlo y yo que del mismo modo que lo sabían ellos... y así una y otra vez.
—No sé cómo te dejaste enredar. Yo no les hubiera dejado abrir la boca sin romperles los dientes.

—A más de uno le hubiera agradado hacerme una cosa por el estilo en vez de escucharme.
—¡Qué bestias! Son unos monstruos.

—Pero me escucharon.

—Princesa, habrás sufrido mucho entre esos malvados.

—Me cuidaron muy bien, los médicos dicen que estoy absolutamente curada.

—¿Vas a decir que esos infieles son más sabios que nuestros sabios?

—No, no son infieles. No debemos llamarlos así.

—Es que lo son. No adoran al dios verdadero.

—No adoran a nuestro dios verdadero, pero al suyo bien que lo honran.

—Son nuestros enemigos y debemos exterminarlos.

—Ponte que ellos pensasen lo mismo. Entre unos y otros acabaríamos con la humanidad.
—Nosotros ganaríamos la guerra.

—Ganar la guerra significa «merecer la enemistad».

—Dios está de nuestra parte.

—En los campos de batalla unos combaten con espadas en forma de cruz y otros con cimitarras como medias lunas. Eso no quiere decir nada: cada bando tiene sus mártires y sus asesinos.

—Contigo no se puede hablar.

Eso mismo pensaba la princesa Poema. Cuanto más quería entender, más se apartaba de la gente.

—Princesa, debes tener más prudencia. No se puede escuchar por igual a la verdad y al error.
—Yo no quiero escuchar ni a la verdad ni al error. Yo quiero escuchar a las personas.

—Pues vas lista si haces caso a todo el mundo, porque cada uno te dirá una cosa distinta.

—Pero es la única manera de llegar a una conclusión.

—La conclusión es que las cosas son como son y basta.

La princesa Poema insistía:

—Si en la oscuridad se pierden cinco personas y una dice que se ha topado con una serpiente, otra que con un sable, una tercera que con un muro, la cuarta que con el tronco de un árbol y la quinta que con una cuerda, ninguna ha mentido, pero las cinco estaban equivocadas. Hasta que no conozcan toda la información no sabrán que están ante un elefante.

—No quieras saberlo todo. Eso no te puede acarrear nada más que disgustos y quebraderos de cabeza.

Es cierto que atender con interés calma todas las versiones para averiguar lo que nos conviene y lo que no, y extraer de ello una opinión propia es una lección muy dura de aprender. La princesa Poema estaba confusa porque no podía hacerse con las palabras que pudieran ayudarle a expresarse y la gente estaba defraudada y recelosa. No les gustaba que hubiera cambiado.

—Es imposible entenderse con ella —se quejaban.

—Ya no piensa razonablemente.

—Seguro que le han lavado el cerebro.

—Deberíamos observarla.

Y desde ese momento, todos los movimientos de la princesa Poema estuvieron consignados por los espías. Ella, ajena a esa conjura, iba todas las tardes a las mazmorras reales. Allí permanecían prisioneros soldados enemigos o peregrinos sin salvoconductos. La princesa Poema los miraba largamente para ver si encontraba en ellos la palabra necesaria para persuadir y convencer.

—No sois monstruos —les decía en la propia lengua de ellos—, ¿cómo nadie se da cuenta? No somos monstruos, ¿acaso lo notáis? No somos peores que el peor de los vuestros ni el mejor de vosotros es mejor que el mejor de nosotros. ¿Por qué nos tememos? ¿Por qué nos odiamos? ¿Por qué no podemos entendernos?

Poco a poco la princesa Poema iba haciendo progresos en el idioma de los prisioneros, al par que los prisioneros iban aprendiendo el idioma de ella. Y eso significaba que empezaban a comprenderse, es decir: a recibir los reflejos unos de otros para que fueran incorporados en sus corazones.

—Deberíamos avisar a la reina —concluyeron los consejeros reales una vez que estudiaron los informes de los espías.

Estaban espantados. Y eso hicieron.

—Hija —se lamentó la reina—, me han dicho que te degradas hablando la lengua atroz de esa chusma y prestando oídos a sus insidias, ¿es cierto eso?

—Según. Yo no veo degradación en mi conducta. Únicamente la circunstancia de que sean nuestros prisioneros es lo que te da derecho a considerar así el asunto.

—¿Te parece poco que estén en la cárcel?

—Me parece que ellos también tienen derecho a considerarnos sus carceleros, sus opresores y sus tiranos.

—No hacemos sino cumplir con la ley, ¿o es que ya no crees en la justicia?

—La justicia es algo misterioso. Yo no quiero juzgarlos, quiero conocerlos.

—Son enemigos.

—Son extranjeros. Como lo fui yo entre ellos, mamá. Como según parece también lo soy aquí, entre mi pueblo.

—Las reglas del juego son así. Perdieron, eso es todo.

—Pero si ellos hubiesen sido los vencedores, estaríamos nosotros en sus cárceles, ¿cierto?
—Cierto.

—Y el rey y la reina serían reos de muerte, ¿cierto?

—Cierto.

—¿Y sería justo que por eso nos transformáramos en despreciables?, ¿o es que la dignidad de las personas depende del número de tropas o de la elección de estrategia por parte de su Estado Mayor?

—¡Hija! —sollozó la madre, desesperada.

—La lengua que habla esa chusma, como tú los llamas, es su lengua materna. Y no es menos sagrada que la que me enseñaste tú.

La princesa Poema continuó con sus visitas. Cada día se esforzaba en llevarles algo que ellos pudiesen necesitar. Conseguir adivinarlo era su tarea diaria. Los espías la veían al atardecer correr hacia las mazmorras con el rostro encendido de alegría y el delantal misteriosamente henchido.

—Decididamente, la princesa Poema es una renegada y una traidora. Tenemos que rendirnos ante lo evidente y obrar en consecuencia: denunciarla al rey.

—Señor —dijeron los consejeros al rey—, sabemos que la princesa Poema emplea las provisiones destinadas a nuestras viudas y a nuestros huérfanos en beneficio de los prisioneros.

Esa misma tarde la detuvieron cuando iba a su visita diaria y la condujeron ante el rey. El salón del trono ofrecía un aspecto imponente. Allí estaban los nobles caballeros, los altos mandatarios, las damas principales y los consejeros del reino.

El rey, con voz firme, le ordenó que se acercara:

—Se te acusa de que desvalijas las despensas reales para proveer a nuestros enemigos.
—Señor, lo único que necesitan son palabras para decir por ellos mismos lo que jamás nadie ha podido decir por nadie. Os aseguro que de esas palabras se sufre un hambre más terrible que el hambre de pan.

—¿Qué llevas entonces en el regazo? Enséñamelo —pidió el rey.

—Solamente es una rosa, señor— respondió la princesa Poema.

Un murmullo de incredulidad recorrió la sala.

—Dámela —dijo el rey—: la luciré junto a mi cetro para acallar las habladurías. Las damas y los caballeros son testigos.

—Es la Rosa de la Poesía. No puedo consentir que la exhibas como adorno ni que la asocies a tu vara de mando, papá.

Gritos de indignación recorrieron los estrados. El maestro de ceremonias la golpeó con su pértiga:

—¡Insolente! ¡Arrodíllate ante el rey!

El rey tenía los ojos brillantes, incapaz de contener su pena.

—Hija mía, ¿por qué no quieres desmentir a tus calumniadores?

—Pues porque la mentirosa es ella. Ninguna rosa abulta tanto —exclamó una voz anónima.

—¡Eso! —Coreó la multitud—. ¡Hay que arrebatársela!

—¡Deteneos! —ordenó el rey, pero no pudo hacerse oír.

Todos se precipitaron contra ella como aves rapaces: la derribaron, la golpearon, rasgaron sus vestidos... y efectivamente de su delantal surgió una rosa: La Rosa de los Vientos, con todas las direcciones desde las que se pueden mirar las cosas, pues la realidad no tiene una única manera de mostrarse. Y todos se apartaron, confundidos.

El rey pudo entonces acercarse a Poema, la alzó, la consoló y respetuosamente le devolvió la Rosa para que la siguiera apretando contra su pecho.

—Hija —le dijo el rey con ternura—, estoy orgulloso de ti como padre, pero como soberano obligado a gobernar entre las más contradictorias opiniones, tengo algo que pedirte.

Poema lo miró confiada.

—Quiero que tu Rosa sea patrimonio de todos, que esté expuesta en las torres, en los cruces de caminos, en los estandartes del reino y en el centro de los hogares, como enseñanza de que, por muy opuestas que sean las direcciones, siempre hay un centro de verdad en donde converger.

—Gracias, papá —dijo Poema, ofreciéndole la Rosa de la Poesía.


Poesía, según el diccionario, quiere decir «fuerza de invención, fogoso arrebato, sorprendente imaginación y osadía...». Por eso, no se debe temer alterar la razón para que se exprese lo intuido, ni penetrar más allá de lo que los sentidos captan para reconocer lo esencial, porque más allá no hay monstruos sino una mirada distinta para comprender mejor el misterio.

Poema en árabe se dice qasida. Casilda es el nombre de una princesa musulmana, hija del rey de Toledo, cuya vida transcurrió a mediados del siglo XI. Ella también socorría a los cristianos cautivos y cuenta la leyenda que, sorprendida por su padre, los alimentos que había recogido en su delantal se le convirtieron en rosas. El nombre de la rosa representa a esas palabras indispensables e insustituibles que tan claramente significan por ellas mismas que es imposible definir qué significan.

La princesa Casilda enfermó gravemente y ningún físico de la corte conseguía curarla, y como llegara a la corte la fama de cierta laguna milagrosa cerca de Briviesca, su padre no dudó en enviarla a tierras enemigas. Una vez allí, la princesa Casilda despidió a su escolta y se sometió a la acción benéfica de las aguas. Los habitantes de los contornos recibieron con fervor a la princesa musulmana, pues, como pudieron comprobar, su presencia ahuyentó a las alimañas, a las heladas, al granizo y a los forajidos que asaltaban a los viajeros. Allí se le edificó un santuario y todavía hoy, cada 9 de abril, acuden romerías de los alrededores para venerarla. La llaman Santa Casilda.

Este es otro ejemplo de que más allá no hay monstruos, de que no es peligroso asomarse al exterior y de que ni el diablo ni el ángel han logrado aún firmar un contrato exclusivo con ningún pueblo, raza, religión o cultura, por más que lo lleven intentando. Aunque las batallas que libran entre ellos a todos nos conciernen.


En el siglo XIII, el rey poeta Alfonso X el Sabio fundó en Toledo la Escuela Real de Traductores con el fin de que el pensamiento y la ciencia no fueran patrimonio de un único idioma y pudieran difundirse entre todos los pueblos.

del libro:  El Lenguaje Secreto de los Cuentos - Ana Rosetti

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